Lo hice por tu bien
Esta no es una historia que me ha pasado a mi. Y no es que yo no tenga mis propias historias. Pero en “Lo hice por tu bien. Lo que las madres deciden, pero sus hijos no entienden (y qué hacer al respecto).” Es mi querida prima la que escribe.
Mi prima se llama Aldebarán Prospero. Ella es médico y psicoterapeuta, especializad en trabajar con las personas las historias de su vida a través de la escritura.
Anteriormente ya he invitado a escribir aquí a mi prima Aldebarán (por cierto me encanta su nombre). Quizá ya hayas leído alguno de los artículo de ella, si no lo has hecho te estas perdiendo de algo importante, aquí te dejo los artículos que ha escrito ella para este blog.
Lo que Aldebarán escribe hoy es diferente, es una historia personal. Y es una invitación a reflexionar sobre nuestras decisiones como padres, como mamás.
Lo hice por tu bien.
Lo que las madres deciden, pero sus hijos no entienden (y qué hacer al respecto).
Tenía nueve años y apenas dos semanas viviendo en Clairemont, un barrio del sur de California donde casi nadie hablaba español. En la primaria local nos atendió una mujer blanca de ojos azules quien, gracias al apoyo de la bilingüe señora Goodwin, pudo comunicarse con mis padres. Desde luego yo no estaba invitada a la conversación de adultos. Pero aún así escuché con atención
… Que si estábamos recién llegados de la Ciudad de México… si a mí me correspondía entrar a cuarto año y mi hermano a kínder… que si ninguno de los dos hablábamos ni pío de inglés… si eso era un problema para entrar a un grupo “normal”… que si era mejor un grupo bilingüe para que el inglés lo fuéramos aprendiendo poco a poco… que sí…
En eso mi mamá interrumpió con un súbito y absoluto “No”. Según recuerdo, hasta mi papá se sorprendió. Ella continuó: “Es mejor que entren a un grupo normal de una vez, para que aprendan rápido”. La señora Goodwin alzó las cejas. Ella sabía que en un salón “normal” estaríamos fritos si no hablábamos inglés. Mi madre firmó de cualquier forma nuestra sentencia y yo, sin tener clara la situación, intuí desastre.
Primer día de clases: examen de ortografía.
La Miss adjunta me indicó escribir las palabras en la hoja frente a mí. Los niños se reían de verla comunicarse conmigo a señas. Yo moría de pena. La última de las 20 palabras dictadas la escribí así: misesmacbratni. Era el nombre de la maestra, según me enteré después: Mrs. McBratney… ¿En serio mi mamá esperaba que yo pudiera con eso? ¡Ya quisiera verla a ella intentar!, pensé. Pero la justicia no era parte del trato. Mi misión era sobrevivir.
Segundo día de clases: entrega del examen calificado.
Yo, como no entendía nada, sólo podía llegar a conclusiones observando la conducta de los demás. Esa mañana esto fue lo que observé:
- llamaban a cada niño por su nombre,
- le entregaban su examen calificado,
- éste elegía un dulce de la mesa de golosinas y
- regresaba a su lugar.
Cuando fue mi turno, lo tenía ya todo calculado: tomé mi examen, elegí felizmente un dulce y volví a mi asiento. De pronto hubo un gran silencio. Nunca olvidaré la cara de mis compañeros ni el evidente pesar de las maestras. Me percaté que el silencio era por mí. Sentí pánico. Empecé a sudar y el corazón se me salía por la garganta. No moví un dedo, como si mi vida dependiera de ello.
En eso la Miss se acercó y suavemente tomó el dulce de mis manos. Nuevamente a señas me “explicó” que: 100% de aciertos, como el examen de mi vecino, tenía derecho a premio; 10%, como el mío, no tenía derecho. Afirmé con la cabeza de entendido y supliqué a Dios desde lo más profundo de mi ser que por favor ya todos dejaran de mirarme. Era tortura. La Miss se retiró y después de lo que pareció minutos bajo el agua, al fin, pude respirar.
Y así como esta embarazosa experiencia tuve muchas más durante los siguientes meses.
“Lo hice por tu bien”, decía mi mamá, “aprendiste inglés muy rápido y pudiste integrarte a la sociedad”. ¡¿Pero a qué costo?! Pensaba yo con frustración. No lo podía entender.
Hace unas semanas desayunamos juntas. Le pregunté sobre aquella importante decisión y, para mi sorpresa, ¡ni siquiera se acordaba! A casi 30 años de lo sucedido, un evento que para mí sigue siendo muy significativo, para ella quedó en la historia. No supe si reír o llorar. Aún así le pedí que lo recordara y reflexionara al respecto. Lo hizo y me comunicó su conclusión final: “lo volvería a hacer igual”.
Sinceramente, me causó gracia y ternura su honestidad. Sin embargo me gustaría entender más profundamente por qué mi mamá pensaba como pensaba y hacía lo que hacía. Sin duda cada decisión suya tuvo consecuencias fundamentales en mí.
En lugar de decir lo hice por tu bien…
Ahora me dirijo a ustedes… sí ustedes: Mamás. Mujeres que saben lo que es tener que decidir por el bien de sus hijos todos los días. Mujeres que, al igual que mi mamá, han tomado decisiones difíciles que ahora sus hijos les reclaman. A ustedes, mujeres-mamás, les propongo una solución: Escriban.
Las palabras escritas quedan para toda la vida y sus hijos podrán leerlas cuando estén listos para hacerlo. Eso está bien. Sin embargo el beneficio no sería solo para ellos. El proceso de escribir es terapéutico. La escritura puede tomar forma de una carta o un libro o lo que le venga bien a cada una. Lo importante será que el proceso reflexivo sea honesto y profundo, y que la intención de comunicar su verdad esté arraigada en el amor.
Escribir es terapéutico, escribe sobre tus decisiones para que tu hijo las pueda leer después Share on XAlgunas preguntas que les pueden ayudar son:
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- ¿Por qué y para qué tomé esa decisión que afectó significativamente a mi hija o hijo?
- Independientemente de si resultó una buena o mala decisión, ¿por qué pensé en ese momento que era la mejor opción? ¿Qué trataba de evitar o lograr?
- ¿Cuál era el contexto amplio de la decisión? ¿Qué información, sucesos, antecedentes, experiencias de mi propia vida, ideas o emociones me llevaron a tomarla?
- ¿Qué salió bien? ¿o mal? ¿Y qué pudo haber sido mejor?
- ¿Lo volvería a hacer igual? ¿Cambiaría algo?
- ¿Qué siento honestamente al ver los resultados de mi decisión?
- Si me pusiera en los zapatos de mi hijo o hija ¿cómo me sentiría? ¿Qué preguntas me gustaría hacerle para saber a detalle cómo lo vivió?
- Si reconozco un error en mi decisión, ¿habría manera de hacer algo al respecto en el presente?
El resultado de este trabajo sin duda les aportará paz interior al lograr un orden emocional y psicológico de lo sucedido. Asimismo tendrá el potencial de crear un puente de conexión empática y afectiva muy sanadora con sus hijos. Deseo de corazón que así sea.
Aldebarán Prospero
Después de leer este artículo y seguro haber escuchado muchas veces “lo hice por tu bien”. ¿Cual es tu reflexión?
Te dejo abrazos, muchos abrazos apretados.